lunes, 15 de marzo de 2010

La invisible pero eterna lucha de las clases






Nunca he utilizado categorías marxista para comprender la realidad social, pero sería ingenuo pensar que en nuestra sociedad de la abundancia y del capitalismo, a veces desbocado, no existe una latente lucha de clases. A pesar de que esta terminología se ha esfumado del imaginario colectivo e inclusivo de los partidos herederos de la tradición marxista, no cabe duda de que persiste el conflicto entre grupos social y económicamente desiguales. Mientras algunos pueden plantear como hacer de su vida un proyecto dotado de sentido, realizarse como ciudadanos, la gran mayoría de seres humanos del planeta solamente tratan de sobrevivir un día más, de persistir en la existencia superando grandes barreras.
Sabemos que, en muchos países pobres, un buen número de personas se ven forzadas a asumir papeles que no les gustan, simplemente para poder sobrevivir. Desarrollan arduas tareas, trabajos inhumanos a cambio de un día más de existencia. Estas personas, por lo general, no encuentran en esos papeles la realización que anhelan. La frustración existencial les invade y cuando gozan de un poco de ocio, lo convierten en una fuente de consumo y de distracción.
Las fábricas y las oficinas no son lugares habituales donde la gente pueda expresar una auténtica afirmación de la personalidad. La gente no es feliz en empleos monótonos y enfocados al negocio. En esos enclaves profesionales, la mayoría de las modalidades de actividad no promueven la libre expresión de las ambiciones, las aspiraciones legítimas, ni mucho menos la vocación personal. Se sobrevive trabajando y olvidando los sueños. Incluso son hasta contraproducentes estos, en el sentido de que no generan una disposición relajada, libre y por tanto alegre.
Pongamos por caso el de un obrero de una fábrica de conservas. Si se le ha asignado la tarea de meter sardinas en las latas antes de que éstas sean selladas definitivamente, cada segundo estará llenando una lata traída por una cinta transportadora que funciona entre siete y nueve horas y que mueve de veinte a treinta mil latas al día. Un año de trabajo supone seis millones de golpes monótonos. Es una faena penosa y agotadora. Tal trabajo es una forma de enajenación, de negación del ser personal. El obrero se convierte en un apéndice de la máquina. Como consecuencia de ello, el trabajador aspira, con ansia y brevísimas pausas el final de la jornada. El contexto fabril, el monótono trabajo de las oficinas, la gris y desalentadora función pública son ámbitos de la vida donde la satisfacción personal escasea mucho y donde la autoestima pende de un hilo.
En estos contextos, encontramos a muchas personas privadas de las formas esenciales de gratificación. Este hecho modifica el sentido de la lucha de clases. No se trata tanto de una lucha por los bienes, sino de una circunstancia que provoca aflicción y que aumenta aún más la diferencia entre ricos y pobres.
Mientras que algunos ciudadanos del mundo pueden contar con sus recursos financieros para hacer realidad la promesa de la realización o gratificación instantánea, las personas de clases pobres o que simplemente no tienen acceso a ciertos beneficios,  dependen de escasos recursos para su propio tipo de gratificación o realización.

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